Historias reales de un mundo ficticio
Por Sebastián Chacón
Fotos: Pablo Franco
La feroz puntualidad del otoño marplatense se encarga de equilibrar la balanza entre ideal y realidad. Con la llegada de temperaturas inferiores a veinte grados, se congelan los principados de barquilleros, carismáticos sobrevivientes de un pasado de gloria analógico, épocas donde la tardecita estaba muy lejos de ser un fin de tarde. Con su ruleta salitrosa y andar firme con ese universo de posibilidades colgando de un hombro, la figura del barquillero, sigue pintando de manera acertada, el espíritu inquebrantable de quienes eligen a La Feliz como única locación posible.
Conforme avanza el calendario en el período más celebrado por los surfistas locales, la ciudad va sufriendo mutaciones, algunas muy notorias y otras un tanto más soterradas por la discreción de los poderosos. De las primeras, podemos destacar: Los carteles que ornamentan la ruta 11 con ideales de felicidad en formato de lata o porrón, empiezan los primeros metros de su principal aventura; escapar de los aerosoles con promesas de una vida mejor, previo paso por el cuarto oscuro.
De las que no se pueden ver, seguramente las notarán en el próximo verano o próximos meses. Dependerá de la voluntad de los inescrupulosos de siempre, quienes en aras de una ciudad mejor, dispondrán de algún espacio verde y lo cargarán de cemento, aludiendo a la necesidad de más y mejores oportunidades para todos aquellos que escapan de las esquirlas de la vida en la gran ciudad. Pero como es sabido, entre autóctonos, aventureros, trabajadores y oportunistas, la geografía de Mar del Plata se fue esculpiendo.
Y si hablamos de oportunistas…
Consuelo Suárez Puán había decidido empezar de nuevo y lo primero que hizo fue cambiarse el nombre. Consuelo siempre le había sonado a segundo premio en una feria de platos fríos de Nordelta. Cony fue la armadura que eligió para esconder la elección de sus padres. Una vez instalada en sus cuarenta, emigró a Mar del Plata y ni bien pisó La Feliz se rebautizó como Aleluya Suárez Puán.
En las tierras de Peralta Ramos encontró paz, distensión, se enloqueció con el cordón frutihortícola que circunda la ciudad (razón más que valedera para adentrarse en el veganismo), descubrió el mar y se enamoró con locura de Juan Ignacio, un guardavidas y surfista, de esos que se disputarían las más ambiciosas agencias de publicidad para vender con total autoridad, los ideales de libertad y valentía a sus clientes.
Con ahorros y la venta de un viejo Volvo, Aleluya compró con Juani (así lo conocía todo el mundo) una linda propiedad en la zona de Acantilados. Por mucho menos de la suma pretendida por los necesitados propietarios, la pareja se hizo de una casa de dos pisos y tres terrenos bien arbolados para resistir la crudeza del sur e ingratitudes del este. En ese palacio escribieron las páginas de una historia de amor que abrazaba paseos en bicicleta, yoga al amanecer, surfing en todo tipo de condiciones, huerta ecológica, lecturas de Krishnnamurti a la sombra de un cerezo que nunca dio frutos pero que enaltecía el jardín, interminables cenas con amigos y todo eso que permite la vida con tiempo libre y mullido césped a disposición.
El balcón de El Ahora (así habían bautizado a su refugio) se extendía por todo el frente de la casa. De haberlo conocido, Shakespeare, hubiese cambiado Verona por Acantilados para el trágico romance de Romeo y Julieta. Desde ese rincón de la fortaleza, juntos imaginaban, sin demasiados recursos descriptivos, la vida de quienes pasaban calle abajo después de un día de playa; un juego privado donde ninguno de los dos brillaba pero que les resultaba divertido cuando el atardecer llegaba acompañado de dos Vasudeva.
Lejos de esa idílica realidad, la ciudad sigue su ritmo con horarios de bancos, colegios y oficinas. Una rutina que mira al mar siempre es mejor que una que apunta hacia un monoblock. Esta máxima fue lo que mantuvo a Rama enclavado en la vieja casona de sus padres, a un paso de Playa Grande y a unos pocos litros de nafta del impetuoso sur con sus olas de ayer y hoy.
Ramiro Solís Arrieta siempre jugó el papel de autóctono, fue y es parte de la historia, la misma que cuenta con mayores o menores exageraciones según le convenga. Lo cierto es que Rama seguía siendo sinónimo de surf en La Feliz y las nuevas adyacencias que clamaban independencia más allá del cruce de las macetas. Sin embargo, esa imperceptible palmada en su hombro por tantos años de surf, no lograba pagar sus cuentas. La caída de todos sus sponsors lo alejó del radar, ni siquiera podía renovar sus tablas al costo con su shaper de toda la vida.
Sin fondos en su cuenta y sin más fondo donde castigar sus huesos, Rama atravesaba una crisis existencial muy profunda, de esas que ni siquiera un guionista de la Paramount se atrevería a meterle tinta y papel. El otoño había despertado una melancolía empeñada en estirar su estadía. Nuestro héroe siempre había sido un tipo solitario, de esos que hacen muy bien todo lo que no es importante. Aunque esta vez sentía cada vez más cerca el aliento de la decrepitud. Por las noches se prometía que pronto volvería a recuperar el entusiasmo por la vida, el surf y todo eso que lo había convertido en lo que todavía quedaba de él. Se empeñaba, sin resultado alguno, en soñar con instrucciones para ponerse a resguardo de la implacable tormenta.
Se vio como un nadie sin alguien, un alma aporreada por el arrollador paso del calendario. Eso lo aterró y lo llevó a tomar una decisión que jamás había evaluado: buscar un trabajo.
De todas las opciones posibles, no consideraba ninguna que lo tuviera ocho horas en el mismo lugar. Así fue que dio con una heladería Premium que necesitaba un transportista capaz de cubrir toda la zona sur de la ciudad, con llegadas semanales a Miramar. Sin pensarlo demasiado, se presentó en la empresa y al cabo de unos minutos fue recibido por el encargado de Recursos Humanos.
-Rama, sos vos… No lo puedo creer-, dijo entusiasmado Ricardo, quien nunca había podido dedicarse al surfing por cuestiones laborales, pero que siempre admiró a Rama por su entrega en el pico durante los fosforescentes finales de los ochenta.
El entusiasmo de Richard levantó el ánimo de Rama. Al cabo de unos minutos, parecían esos amigos de toda la vida que se conocen treinta años después. Arreglado el sueldo, beneficios, obra social, horario de trabajo y responsabilidades, Rama se comprometió a ser el transportista de sus sueños.
-Eso sí, una cosa… Te pido por favor que te afeites, es regla innegociable de la empresa-, aclaró una vez que la firma de Ramiro Solís Arrieta quedó estampada en el contrato.
-¿Podemos cerrar en un bigote?- preguntó el flamante empleado.
-Ningún problema-, respondió el responsable del nuevo fichaje de Raspberry Beret Ice Cream.
Y ahí fue Rama decidido a cambiar su destino. Tal como se había comprometido, lo primero que hizo fue afeitarse. Se concentró en su nuevo yo, ese que venía con un bigote estilo manubrio de bicicleta playera. Con la gorra de la empresa y el mostacho que subrayaba su respingada nariz, parecía un personaje escapado del cancionero de Bruce Springsteen, un perseguidor de sueños de la clase trabajadora. Antes de salir se miró al espejo y se prometió no estropear la oportunidad. Al fin y al cabo, entregar el reparto a las 16:00 le permitiría surfear hasta el último rayo de luz.
A las 7:50 AM de ese lunes que nunca olvidará, se presentó en la empresa donde le entregaron las planillas con el itinerario, el cual arrancaba en Juan B. Justo y Av. De los Trabajadores y se perdía, algunos días muy puntuales, en los confines de Miramar. Ni siquiera tenía que cargar la mercadería, al llegar, el trabajo ya estaba realizado por el personal del depósito, de quien no tardaría en volverse un buen compañero.
La sensación más fuerte de esa mañana fue cuando le entregaron las llaves de una flamante Peugeot Expert toda ploteada de Raspberry Beret Ice Cream. Ese nombre no había surgido de una tormenta de ideas, sino de la cabeza de su fundador, un pujante marplatense que en 1985 enloqueció con Around the World in a Day, disco de Prince que tenía esa canción que hoy identificaba a su empresa y una sólida cadena de franquicias muy bien surtidas y musicalizadas. Si al genio de Minneapolis le había resultado, en Mar del Plata sería un éxito que habría que defender con producto, responsabilidad social y marketing.
Puso primera y salió. A través de sus viejas Ray Ban, los paisajes de toda su vida cobraban otro significado. Primero porque no tenía que pagar el combustible del aventón. Segundo porque su ánimo iba en alza a medida que sumaba entregas del más puro helado. Tercero porque Mar del Plata nunca es la misma, especialmente para quienes el mar siempre fue el mejor secreto para escapar, sanar, olvidar, recordar, compartir y encontrar todos esos destellos de alivio que uno busca cuando la vida le frunce el ceño.
La rutina no le resultó abrumadora, se había convertido en un centinela de la ruta 11 y manejaba información de primera mano para planificar la surfeada una vez concluidas sus labores. Si el mar no acompañaba, salía a pedalear para terminar siendo parte de todo eso que pasa en la línea de costa.
Con los primeros pagos, fue mejorando su reputación en el almacén de su barrio. A paso lento se fueron alejando sus malos pensamientos, especialmente los sinsabores de tantos años esperando un presupuesto más acolchonado por parte de sus antiguos sponsors. Se dio cuenta que ya no los necesitaba y una sensación de alivio lo invadió. El sol nuevamente acariciaba sus hombros.
A sus 50 años, con trabajo en blanco e intachable presentismo, la primavera le sonreía y las cosas mejoraban considerablemente. Al mismo tiempo, Aleluya Suárez Puán no imaginaba la realidad que tocaría su puerta.
Esa mañana, Juani se despidió con un beso y partió en su camioneta con destino a Buenos Aires, debía rendir examen de Tai Chi ante maestros orientales que habían llegado al país para evaluar a un selecto lote de avanzados estudiantes.
-Mucha luz mi amor-, se despidió Aleluya mientras su amado se alejaba por la desmejorada calle.
Inmediatamente se sumergió en una sesión de Yoga. Finalizadas las Asanas de rigor, se dispuso a meter las manos en la tierra y darle amor a su huerta 100% orgánica y libre de pesticidas. Ni bien se arrodilló frente a las albahacas sonó el timbre.
Se preguntó quién sería, no esperaba a nadie. El celeste profundo de su ojo derecho se acercó hasta la mirilla; del otro lado una mujer con dos niños esperaba respuesta.
-Hola, ¿en qué te puedo ayudar?- preguntó con la acostumbrada calma que inspiraba cada una de sus expresiones.
-Hola, mi nombre es Joaquina- respondió la mujer. Antes de que Aleluya pueda meter bocadillo alguno, la rubia con un par de mellizos a su lado, escupió la historia con la que se había atragantado durante los últimos 12 años.
Con fechas precisas, lugares y promesas de un hogar sin medianeras, Joaquina fue que le contó cómo Juani se había enamorado de ella cuando coincidieron en el curso de guardavidas. Lo que parecía una historia de otro libro, empezó a cerrar cuando la mujer le contó que Juan e Ignacio, los muchachitos que la acompañaban, eran hijos de Juani.
-El muy crápula me abandonó cuando se enteró que estaba embarazada- exclamó la compungida mujer, mientras sus hijos la consolaban.
Por dentro, Aleluya era un terremoto dispuesto a reconfigurar la escala Richter, por fuera inspiraba compasión ante lo irredimible que resultaban los hechos para Joaquina y los niños, quienes por cierto, eran idénticos al padre. No hacía falta ADN alguno, eran sus hijos.
Aleluya contuvo la ira ante la mujer y los niños. Los invitó a pasar, les convidó té y les contó que Juani estaba de viaje, pero que mañana podían volver para encontrarse con él y empezar a arrojar luz sobre tanta oscuridad. Hasta se ofreció mediadora.
Ni bien los despidió en la puerta, la ira se apoderó de Aleluya. Subió las escaleras y fue directo a la habitación donde su, ahora ex pareja, guardaba sus tablas, trajes, vinilos y objetos de culto.
-Hijo de puta… Ahora vas a saber que es bueno- empezó a repetir como un mantra mientras abría las puertas de la habitación para dejar libre acceso al imponente balcón. Automáticamente comenzó a revolear todas y cada una de las tablas de quien había sido su historia de amor. Cuatro Channel Islands impecables, dos JS, un Skyp Frye a estrenar, un Bing bastante cascado pero todavía rendidor, pitas de todos los colores y tamaños y neoprenes de última generación fueron cayendo uno tras otras al parque que oficiaba de vereda.
A dos cuadras de ese huracán, Rama terminaba de hacer una entrega para el casamiento de un sonriente concejal tiznado por la corrupción. Recorrida esa distancia, se quitó las Ray Ban, para dar crédito al collage de tablas de surf que se terminaba de completar con una lluvia de vinilos de colección.
Se topó con un Disney personal que había sido eyectado desde un señorial balcón. Automáticamente, pensó que se trataría de una perfomance, de esas que suelen venir auspiciadas por cervezas que apuestan a un mundo mejor y que tanto abundan al sur de Mar del Plata.
-Heladero, lleváte lo que te guste- le gritó Aleluya desde el balcón.
Lo de heladero muy bien no le cayó, aunque no tardó en responder: -¿En serio? ¿No es una puesta en escena para las redes sociales?-.
-Aprovechá flaco, es tu día de suerte- respondió de manera tajante.
La caja de la camioneta estaba vacía, con paciencia y orden podría cargar todo y llevarlo hasta su casa antes de volver a la empresa para la segunda carga del día. Se puso manos a la obra y al cabo de unos minutos estaba listo para partir. Lo último que cargó fue un vinilo. Desde su portada, Prince lo invitaba a la controversia. –Este sí que la tenía clara-, dijo lanzando una sonrisa.
El motor de la Expert le imprimió vigor a la tranquilidad del barrio, mientras bajaba hacia el asfalto de la R11, miraba por el espejo retrovisor esperando que nadie le dijera que había sido parte de una perfomance espontánea dedicado a la experiencia del desapego.
Puso She’s The Boss en Spotify, y le dio play a Lucky In Love; se agarró bien fuerte del volante y se fue cantando con Jagger rumbo la ciudad:
Yes I’m lucky, yes I’m lucky
Yes I’m lucky, yes I’m lucky
Yes I’m lucky, yes I’m lucky
¡Y cómo no sentirse afortunado! Estaba nuevamente en carrera, con el ánimo por el cielo y en una interminable racha de oportunidades muy bien aprovechadas. Se terminó de convencer, la oportunidad era el gran tesoro de Mar del Plata y él lo acababa de descubrir.
Al llegar al Faro, detuvo el motor, bajó de la camioneta y caminó unos metros, abrió sus brazos como un Héctor Alterio mucho más joven y lanzó al cielo…
¡Aleluya… Esta vez me tocó a mí!