Historias reales de un mundo ficticio
Por Sebastián Chacón
A caballo de la post pandemia, la vida fue recuperando el ritmo y viejos vicios. Ese mundo ideal, de consumo responsable, basuras reducidas y abdominales cincelados en balcones de distintas alturas, se pixeló ni bien abrieron sus puertas los shoppings. Consumo y espiritualidad, se disputan la tipografía de un mismo banderín. Vientos y redes sociales para hacerlo flamear sobran.
El universo del surf no fue a parar a una bolsa muy distinta, mientras los más fuertes se daban el gusto de sacar sin remilgos algunos discos de la mancuerna, los más débiles se olvidaron de invertir en suplementación. En pocas palabras, una canción de protesta que nadie había escrito pero que todo el mundo tarareaba; en eso se había convertido el surf al sur del Cono Sur.
¿En qué momento pasó todo eso? – se preguntó Rama mientras parafinaba su tabla a primerísima hora en Serena durante la segunda mitad del diciembre marplatense. Madrugar lo mantenía joven y le aseguraba las mejores porciones del pastel. Siempre primero, sin dudas esa sería la frase que elegiría para tatuarse en uno de sus antebrazos cuando la lista de prioridades dejase de discutir con su billetera.
Esa mañana de cielo escamado y viento de tierra, desde las piedras que aún sostienen el viejo restaurante que supo funcionar durante muchísimos años en Serena, Molly hacía el saludo al sol al lado de su Channel Island Twin Pin, color rosa chicle orgánico.
Molly Sorrabayruse era una chica sin prisa. La vida siempre esperó por ella. Su madre, Rita Von Brulee, había sido una aventurera. Supo decirle no a un futuro luminoso como artista para salir en busca de incertidumbre y bohemia. Mientras el cuadro de honor del Di Tella lamentaba su deserción, ella prefirió desplegar sus alas y viajar hasta la isla griega de Hydra a principios de los 60. En ese lugar sin tiempo, donde Leonard Cohen y Marianne Ihlen se convertían en cómplices de la luminosa paz del Egeo, Rita fue una hippie sin instructivos, encantadora y siempre dispuesta a compartir lo único permanente, el ahora.
De su madre heredó un montón de cosas, además de una musculosa cuenta bancaria, especialmente eso de no andar pidiendo permiso. La pandemia la terminó de convencer y puso norte rumbo a la Capital Nacional del Surf. Molly era una curadora de arte consolidada y respetada, el mundo NFT esperaba por ella.
Molly se acercó a Rama sin que él lo note. La sorpresa siempre fue su principal herramienta, para bien o para mal.
-Te vi parafinando la tabla con rabia –le dijo mientras le extendía su puño. -Perdón, soy Molly –se presentó mientras Rama no cabía en su asombro al tiempo que extendía su puño.
-Hola, no es rabia, es determinación –respondió. –Soy Rama – también se presentó.
-Distingo perfectamente la rabia de la determinación –retrucó ella mientras colocaba una pita verde Kriptonita.
¿Quién es esta rubia? ¿Acaso será un ángel? ¿Estaré soñando? ¿Finalmente hoy es el día menos pensado? ¿Será goofy o regular? ¿Le gustarán los Stones? ¿Preferirá las hamburguesas de carne o las de berenjena?
Una peregrinación de preguntas urgentes desfilaba por la cabeza de Rama. Ninguna ocurrencia salvadora llegaba a su auxilio, mientras Molly recorría con gracia el ancho de su pecho para cerrar un spring que tocaría el agua por primera vez.
En ese movimiento, Rama se iluminó y clavó su vista en el antebrazo izquierdo de su potencial conquista.
-¿Ratlos? Imagino mil historias alrededor de ese tatuaje.
-Me gustan los hombres con imaginación – respondió sugerente. -Al menos me gustaría escuchar una de esas mil historias .
-Ratlos debe ser una isla diminuta, aún no explorada en el archipiélago malayo –lanzó Rama con cara de historiador que intenta contar el lado b de la historia que todos conocen.
– Un lugar sin tiempo, donde Google no llega, especialmente reservado para almas que transitan búsquedas muy profundas, esas que nunca terminan de escribir el párrafo definitivo… Porque en la cadencia de la eternidad bailan eternamente con sus autores –con semejante elevación, sabía que al final de la jornada estaría tomando una IPA en la rotonda del Faro muy bien acompañado.
-¿Escritor o surfista? –respondió ella con una sonrisa tímida, de esas que le aflojarían las piernas hasta el mismísimo Chris Hemsworth.
-Hago lo que puedo –respondió con falsa humildad.
-Nada de eso, Ratlos significa SOLTAR.
-¿Escrito en un dialecto malayo? – preguntó él.
-No, está escrito al revés para que se lea claro cuando estoy en cámara en cada uno de los zooms al frente de las reuniones de directorio –explicó sin mayores artificios poéticos Molly.
Rama se disculpó con Molly, automáticamente recordó que tenía un bautismo de un sobrino que nunca había nacido y del que sería padrino para siempre.
-Qué profundo Molly… Tenés razón, hoy es muy importante que no se distorsione el mensaje. Me quedaría charlando mil horas con vos, pero me tengo que ir –dijo mientras su voz se hacía cada vez más inaudible con el viento en contra.
Molly encaró para el mar con su tabla y cuando se dio vuelta para pedirle el Instagram, Rama ya había desaparecido.
Con una mezcla de decepción y rabia se fue a su casa, al llegar vio a su madre en un portarretrato junto a una versión adolescente suya en una fiesta de fin de año. Recordarla fue inevitable. Al fin y al cabo, fue la única mujer que supo entenderlo.
-Mamá se hubiese hecho el tatuaje como Dios manda y no como si su brazo fuese el capot de una ambulancia –dijo en voz alta mientras sus ojos ganaban en humedad.
Pasada la decepción, Rama fue en busca de su globo terráqueo, lo hizo girar y donde su dedo cayese, ahí mismo iría en busca de aventuras.
No hace falta aclarar en qué isla cayó su índice…
Dedicado a Ton & Son, amantes de los tatuajes de catálogo y las causas sin banderines.